martes 10 de septiembre de 2024
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SALUD

Parto ancestral, mayor calidez y armonía

Cristina Lema esperó diez años para concebir a su tercer hijo y, cuando lo trajo al mundo, no quiso hacerlo en una fría sala de hospital. Esta mujer indígena prefirió recibirlo de pie, del mismo modo que lo hicieron su madre, su abuela y su bisabuela.

ECUADOR.- Lema es una mujer de un metro cincuenta, de tez oscura, anaco (falda) y poncho azules, sobre los que brillan unos collares dorados, que trabaja como enfermera intercultural.
“Shungo, shungo, shungo…”, en quichua, “corazón, corazón, corazón…”, le repetían Lema y su marido a su bebé para invitarlo cariñosamente a abandonar el vientre materno.

“Cuando nació, mi marido le cortó el cordón umbilical, le dio la bienvenida y le deseó suerte y buenaventura”, recordó, porque el esposo nunca estuvo en una sala de espera royéndose las uñas, sino que siempre se mantuvo con ella, literalmente sosteniéndola mientras ella daba a luz de pie.

Luego su marido colocó una moneda en la pequeña mano de su hijo recién nacido, para simbolizar la bienvenida a la vida, que espera sea fructífera, llena de logros y satisfacciones.

La mujer de 36 años cuenta que el dolor de su tercer alumbramiento fue menor que cuando sus otros dos hijos nacieron de forma horizontal, también asegura que fue más rápido.

De otra manera
En Ecuador los más de 2,4 millones de mujeres indígenas prefieren en general traer al mundo a sus hijos envueltos en una atmósfera hogareña, con olor a hierbas medicinales y a caña de azúcar, y quieren dar a luz de pie, porque para ellas eso representa “una nueva forma de nacer”.

En el país, la mortalidad materna era mayor en la población indígena que en la mestiza, debido a las condiciones poco salubres en las que se desarrollaba el parto ancestral, lejos de la asesoría médica.

Ahora, esa distancia ha disminuido y en 57 localidades ecuatorianas los recursos de la medicina occidental han comulgado con los principios de la cultura indígena para recibir a los nuevos niños en escenarios “culturalmente adecuados”.

En los hospitales de Otavalo y de Cotacachi se adaptaron dos salas para que las mujeres indígenas y no indígenas acudan con más confianza a dar a luz verticalmente.

Mercedes Muenala, partera y coordinadora de Salud Intercultural de Imbabura, explica que el temor a un trato impersonal hacía que las madres permanecieran en sus casas porque “no les gusta que las desvistan cuando van a dar a luz, ni que les pongan una bata cualquiera, es una ofensa”.

Además les inquieta el color blanco, símbolo de la limpieza médica y que en la cosmovisión indígena representa la muerte, y tampoco se sienten cómodas viendo sangre.

Por eso, las salas adaptadas para el llamado “parto ancestral” en los hospitales de San Luis de Otavalo y Asdrúbal de la Torre de Cotacachi recrean una habitación indígena común, con paredes de madera, techo bajo y luz natural.

En cada habitación están empotrados tubos decorados con motivos tradicionales para que la mujer pueda sostenerse de ellos durante la labor de parto, arrodillada, de pie o en cuclillas.

También hay cuerdas colgadas desde el techo para que la madre pueda agarrarse a ellas y acelerar el nacimiento, y las sábanas son de color oscuro para evitar el impacto visual de la sangre.

En el parto vertical, el padre del bebé, o un familiar, puede ingresar a la habitación y presenciar el alumbramiento para que la madre se apoye física y emocionalmente.

Ritos y tradiciones
Después del nacimiento, la costumbre indígena ordena que la placenta se entierre en la casa para evitar que el niño “sea andariego e irresponsable” y, de ser posible, debe estar cerca de la cocina familiar, para asegurar el calor de hogar.

Muenala afirma que el rito de la placenta es fundamental, lo mismo que el corte del cordón umbilical, pues debe cortarse apenas tres dedos sobre el ombligo de las niñas para que sean sexualmente recatadas, mientras que a los varones se les permite un dedo más, con la idea de que en el futuro sean vigorosos.

La directora del hospital de Cotacachi, Audrey García, señala que lo más importante al adaptar el parto ancestral a una unidad de salud común es la participación del médico en el alumbramiento, pues “si se presentan complicaciones, ahí está el profesional para ayudar a la partera y vigilar que todo salga bien”.

En la localidad de Cotacachi, con 51.000 habitantes, existen 198 parteras registradas, de ellas, 21 ya se han capacitado en la detección de riesgos obstétricos y 15 están en preparación, y después obtendrán una certificación para atender los partos.

Con el nacimiento de cada niño finaliza una tarea, pero se inicia otra, la del seguimiento al posparto, que incluye visitas rutinarias a la madre para registrar si presenta algún cuadro clínico complicado o si la alimentación es la correcta.

Del seguimiento se encargan las parteras, que son unas 2.000 en el país, aunque no existen registros oficiales. Ellas comunican las novedades al médico, después de conversar con las madres en quichua, relata Margarita Morales, otra matrona indígena.

El manteo
En partos difíciles, cuando el feto está sentado en el vientre materno y no baja de cabeza o la cavidad pélvica de la madre es angosta, las matronas usan primero prácticas tradicionales.

Una de ellas es la técnica del “manteo” que, como explica Margarita, consiste en colocar debajo de las caderas de la mujer embarazada una sábana o manta y agitarla de un lado para otro hasta conseguir que el bebé se acomode.

Cuando el “manteo” no funciona, la partera debe convencer a la madre de que vaya al hospital para que su vida no corra peligro y “ahora ya aceptan de mejor manera la idea”, dice Morales.

Actualmente, no sólo las mujeres indígenas prefieren el parto vertical, sino que según las autoridades sanitarias cada vez hay más madres mestizas y afrodescendientes que optan por traer a sus hijos al mundo de esta manera, que consideran más cercana, armoniosa y humana.
 

 

 

 

 

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